martes, 30 de julio de 2013

EL ARTE DE DAR APOYO SIN INTERFERIR NI HERIR SENTIMIENTOS

Todos sentimos la necesidad de ayudar a quien tiene problemas, pero no siempre sabemos cómo hacerlo e incluso a veces el resultado es contrario a nuestras intenciones. Lo importante no es generar una dependencia, sino facilitar que sea la persona implicada quien dirija el cambio que realmente necesita.

El algún momento de nuestra vida, todos hemos querido ayudar a una persona cercana que está teniendo problemas, un amigo, un familiar, un compañero de trabajo..., y hemos sentido una importante sensación de impotencia al ver que lo que empezaba como una buena intención, querer servir de apoyo a una persona que lo necesitaba, acababa convirtiéndose en una experiencia frustrante para ambas partes.

Dar apoyo es todo un arte, ya que "ofrecer" ayuda a una persona no significa necesariamente "ser" de ayuda a esa persona... En muchas ocasiones, las buenas intenciones, por sí mismas, no son suficientes; es aconsejable, además, tener un nivel óptimo de autoconocimiento y ser conscientes de que ciertas reglas pueden contribuir a transformar nuestra intención de ayuda, de dar apoyo, en una acción verdaderamente útil.

Si se trata de ayudar a los demás ¿por qué es tan importante tener un buen autoconocimiento? Porque, aunque no nos demos cuenta, nuestro deseo de auxiliar a los demás está fuertemente condicionado a veces por sentimientos personales que activamos inconscientemente ante el sufrimiento y que nos impide lograr nuestro objetivo de ser una ayuda eficaz.

Cuando ofrecemos nuestra ayuda a alguien que está en una posición difícil, partimos generalmente de una hipótesis falsa, aquella que dice que nosotros estamos bien y él mal, cuando lo cierto es que sufrimos los dos, él por su problema y nosotros por verlo sufrir. Cuando brindamos apoyo sin ser conscientes de nuestro sufrimiento personal, las soluciones que ofrecemos pueden ir más encaminadas a que nuestro amigo nos ayude a nosotros que a serle verdaderamente útil. Es decir, sin darnos cuenta, lo que estamos haciendo es tratar de evitar nuestro sufrimiento gracias a verlo mejor en él. Esta situación se ve claramente reflejada en las palabras que solemos dirigir a la persona que está depresiva. Más que acompañarlo en su dolor, algo tan fácil, con nuestros consejos queremos que se anime momentáneamente para ayudarnos a sobrellevar, por ejemplo, la impotencia que sentimos al verle sufrir. Por eso tantas veces las personas que se sienten deprimidas no quieren hablar de sus sentimientos, porque notan que se espera de ellas que cambien y se animen, y se sienten culpables por no satisfacer las expectativas.

También es fundamental saber que en ocasiones, negamos o no sabemos reconocer determinados sentimientos de inferioridad, al convertirnos en personas que ayudan a los demás, logramos transformarlos en su contrario, es decir, en sentimientos de superioridad y poder. En estos casos tendemos a ver a los demás como inferiores que necesitan de nuestra ayuda, de nuestra solvencia, sin darnos cuenta de que, en el fondo, lo que estamos haciendo es crearles una dependencia que nos permita sentirnos útiles, importantes y poderosos. Es una especie de juego en el que necesitamos que nos necesiten. Y como la ayuda no ha estado motivada por el interés genuino de servir de apoyo, acabamos quejándonos de la cruz que llevamos y lo injusto que es tener que estar siempre disponibles para los demás cuando nadie lo está por nosotros.

Finalmente, en ocasiones, la ayuda que ofrecemos actúa bajo el efecto inconsciente del sentimiento de culpa. Lo que conseguimos ayudando, o más bien, haciéndonos cargo de los problemas de los demás, es evitar el punzante aguijón de la voz de nuestra consciencia acusándonos de pasividad ante el sufrimiento ajeno. Por ejemplo, sabemos que muchos adultos fueron niños a los que se educó, explicita o implícitamente para ser el sostén de sus hogares. Algunos quizá tenían que encargarse de algún miembro de la familia con problemas, o tal vez fueron, el hermano que renuncia a ir al colegio y va a trabajar para contribuir a la economía familiar. Estas circunstancias personales les hace pensar que el sufrimiento de los demás está directamente relacionado con la capacidad de esfuerzo y ayuda que ellos puedan brindar, lo que supone una exigencia inmensa. Como son personas que hacen por los demás más de lo que les corresponde, ya que conviven con un sentimiento de culpa que los impele a la acción más allá de lo que desean de verdad, acaban siendo tremendamente exigentes con los otros cuando prestan su ayuda. Ellos se han sacrificado y no esperan, por lo tanto, menos de los demás.

A pesar de todo, aunque es importante que nos conozcamos para ser de ayuda a los demás, aunque con las buenas intenciones no sea suficiente, es aconsejable conocer las reglas básicas que favorezcan nuestro cometido. La más importante de todas es olvidarnos de dar consejos y soluciones sin más. En su lugar, es mucho mejor hacer las preguntas idóneas para que la persona a la que pretendemos ayudar pueda orientar su mente hacia la pregunta para responderla, lo cual le puede llevar a encontrar una solución que no había pensado.

Querer ayudar a alguien a toda costa sin tener esto en cuenta no es beneficioso para nadie.

Es la persona implicada quien debe hacer el verdadero trabajo dirigido hacia el cambio. Nuestra labor consiste "simplemente", en ofrecer un apoyo exterior que le facilite el proceso. Por eso, la mejor ayuda que podemos ofrecer es aquella que lleva a la personas a depender de sí mismas y de sus recursos para afrontar sus problemas. En este sentido, privar a una persona de la posibilidad de resolver por sí misma un problema es, en cierto modo un atentado contra su creatividad y su necesidad de superación personal. Como decía la educadora, psiquiatra y filósofa italiana Maria Montessori:

"Cualquier ayuda innecesaria que damos a una persona
es un obstáculo y un impedimento para su desarrollo"

Sergio Huguet

Psicólogo y terapeuta,
es director de formación 
del Instituto Gestalt de Valencia

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