viernes, 27 de septiembre de 2013

SENTIR BIEN PARA HACER EL BIEN


No basta para saber lo que es éticamente correcto para actuar correctamente. Si no lo sentimos y deseamos, es difícil que lo pongamos en práctica. Como explica Victoria Camps en su nuevo libro "El gobierno de las emociones" (Herder), los sentimientos deben ir de la mano de la razón y si queremos tejer una moral sólida como sociedad y como personas.


Desde hace algunos años, acuciado por el desarrollo de la psicología, el lenguaje de las emociones se ha impuesto en todas los campos para poner de relieve que lo emotivo ha sido un aspecto imcomprensiblemente ignorado o pretérito en el pasado por las ciencias sociales y humanas. Puede que la mayor culpable del error son la filosofía misma, que, incluso en la Antigüedad, cuando la ética olvidaba menos el componente sentimental de la conducta humana a los sentimientos los llamó "pasiones", subrayando con ello el carácter pasivo de los mismos y el hecho de que la persona los padeciera como algo inevitable y, con frecuencia, molesto y perjudicial. La vergüenza, la ira, el miedo, se pensaba, son sentimientos que nos sobrevienen, y o bien nos impiden actuar o nos llevan a hacerlo de forma equivocada e irracional. De ahí que la ética se fuera entendiendo más y más como el dominio y la erradicación de las pasiones, y la sabiduría práctica, como el conocimiento que conseguía reprimirlas e intentaba eliminarlas. El cristianismo, primero y el racionalismo que culmina en la filosofía de Kant, después, contribuyeron a difundir esa concepción excesivamente racionalista de la ética. El discurso actual sobre las emociones pretende precisamente corregir esa tendencia y distanciamiento del racionalismo hegenómico.

La mortalidad no se reduce sólo a una especie de clasificación de las acciones como buenas o malas, correctas o incorrectas, de acuerdo con unas normas aprendidas, sino que es también una sensibilidad de acuerdo con la cual uno siente atracción hacia lo que está bien y repulsión hacia lo que está mal. No es solo un conocimiento de lo que se debe hacer, de lo que está permitido o prohibido, sino también un conocimiento de lo que es bueno sentir. En este sentido, también la ética es una inteligencia emocional.

Llevar una vida correcta, conducirse bien en la vida, saber discernir, significa no solo tener un intelecto bien amueblado sino también sentir las emociones adecuadas en cadas caso. Entre otras cosas, porque, si el sentimiento falta, la norma o el deber se encuentran  como algo externo a la persona, vinculado a una obligación, pero no como algo interiorizado e íntimamente aceptado como bueno o justo. La persona equitativa no es la que paga impuestos para evitar la inspección de Hacienda y la multa que le caerá si no desembolsa lo debido, sino la que se identifica con el imperativo moral de que es bueno redistribuir la riqueza. La coacción de la norma y la amenaza de sanción en aso de incumplimiento ayudan y contribuyen a la formación moral, pero no consiguen una formación íntegra y duradera. El individuo tiende a escapar de la norma si no la ha convertido en parte de sí mismo, si no llega a habituarse a ella porque la siente como una norma adecuada. Pera algunos filósofos, las emociones no solo son algo que nos ocurre sin provocarlo ni quererlo sino que pueden acabar siendo parte esencial del carácter moral. De esta forma la ética o la moral deben entenderse no solo como la realización de unas cuantas acciones buenas sino como la formación de un alma sensible. En palabras de Hutcheson:

"Aquello que se siente como bueno
constituye un deber;
quien carece de un alma sensible
es incapaz de reconocer deber alguno"

Una persona con carácter o sensibilidad moral reacciona afectivamente ante las inmoralidades y la vulneración de las reglas morales básicas. Siente indignación, vergüenza o rabia ante lo ocurrido en los campos de exterminio, los horrores de las guerras, la tortura, las hambrunas, las corrupción que corroe a las instituciones políticas y a la quienes las administran. Esa reacción afectiva es necesaria para orientar la conducta en contra de lo que se proclama como inaceptable e injusto. El que carece de afecciones morales es apático, no se apasiona por aquello en lo que dice creer. Nada le motiva ni le moraliza porque vive des-moralizado. Carece de moral en el sentido de entusiasmarse por lo que merece la pena. Vive en la indiferencia porque no ha incorporado, a su manera de ser, la diferencia que existe entre el bien y el mal.

Resaltar el papel de las emociones en la ética es un modo, quizás el único, de abordar el problema de la motivación moral, un problema que la filosofía racionalista más bien elude porque nunca ha sabido dar respuesta a una pregunta  secular: ¿por qué el conocimiento del bien no nos hace buenas personas? Y es que son las emociones o los sentimientos los que proporcionan la base necesaria al conocimiento del bien y del mal para que el ser humano se movilice y actúe en consecuencia con ello. El problema es que, hoy, la extrema racionalidad del pasado la hemos sustituido por lo que Michel Lacroix ha llamado "el culto a la emoción", cuya liturgia consiste en darle la vuelta a lo que ha prevalecido hasta ahora, sustituyendo el reduccionismo racionalista por un reduccionismo emocional.

En ese movimiento confluyen varias cosas: un rechazo de las múltiples represiones que han pretendido modelar exageradamente el comportamiento; una nostalgia romántica por la diferencia individual y la bondad natural - no social - de la persona, un desarrollo de la psicología cognitiva como la ciencia rectora y la única que explica el comportamiento humano y resuelve sus disfunciones.

Cualquiera de los ámbitos de la actuación humana, sea el trabajo, la política, el ocio o la educación, tiende a ser abordado desde esa perspectiva exclusivamente emocional. La consigna hoy viene a ser puesto que las emociones son tan importantes, dejemos que se expandan y que se manifiesten en toda su pureza. Más incluso: preservemos la fibra más emotiva de cada individuo, abandonemos los razonamientos y vayamos directos al corazón. Emocionarse es bueno, razonar es perverso. Des esta forma, el político se decanta hacia el populismo y la demagogia; los padres dan rienda suelta a los deseos de sus hijos y en la escuela desaparecen las reglas porque la represión es traumática; la publicidad comercial vende "experiencias", "sensaciones fuertes" o, directamente "emociones". En suma, hay que sentir en lugar de aprender a pensar. Las emociones se han convertido en un objeto de culto.

Para Lacroix, ese culto a la emoción "representa el apogeo del culto al yo". Es la culminación de un individualismo que ha puesto al sujeto en un pedestal que nada debe derribar. Lo que distingue a una persona de otra es su sensibilidad, su parte emotiva, no la racional que tiende a unificarlo en el seno de un todo despersonalizado. El ser humano sin embargo, está dotado también de razón y no solo de emociones, debe desarrollar lo que los griegos llamaron la actividad contemplativa, el pensamiento, y aprender a admirar lo admirable y a rechazar lo que no lo es, para lo cual debe tener razones que le indiquen qué es digno de admiración y qué no es admirable bajo ningún aspecto. Ha de aprender a sentirse afectado por los objetos nobles y valiosos, por los comportamientos íntegros y justos.

El ser humano tiene que adquirir una capacidad de discernimiento y de saber distinguir lo que vale de lo que no vale. Una capacidad que nunca hay que dar por supuesta porque es fruto de un largo aprendizaje. Menos aún en una época en la que la publicidad nos conduce a admirar precisamente aquello que de admirable no tiene nada. Y para desarrollar esa capacidad de discernimiento, lo que hay que evitar son los antagonismos, no apostar por las emociones sin más ni por la racionalidad pura, pues ni los sentimientos son irracionales ni la racionalidad se consolida sin el apoyo de los sentimientos. Para ello convendrá incidir más en la naturaleza de las emociones y en el carácter positivo o negativo que pueden tener de cara a unos objetivos que también habrá que determinar, algo importante tanto para la acción individual como la colectiva a través de la acción social o politica.

Estos objetivos pueden ser la felicidad, como decía Aristóteles, "una vida más justa para todos o una convivencia más pacífica".

Quizá sean un solo y mismo objetivo, pero habrá que explicarlo. Para llegar a ellos o, cuando menos, vivir orientados hacia ellos, no sirve cualquier emoción. Enfadarse es, en principio un sentimiento natural. Lo que hay que aprender es a enfadarse por lo que merece realmente un enfado. Aristóteles construyó parte de su Retórica para enseñar dicha  lección: cómo aprender a tener los sentimientos justos o, como diríamos en la actualidad, las emociones adecuadas. Hoy nos importa averiguar si ciertas emociones, como la vergüenza, deben recuperarse en un mundo donde lo que abunda es más bien la desvergüenza. Cuál debe ser el papel que asignamos al miedo en la llamada "Sociedad del riesgo". O el papel de la indignación, de una indignación que debería poder calificarse como "moral".

Victoria Camps
Catedrática de filosofía moral 
y política de la UB

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